La reincidencia es un tema recurrente cuando se habla de la rehabilitación y la reinserción como fin último de las condenas judiciales. Y se manejan estadísticas que se lanzan como dardos sin explicar de qué estudios salen, ni si metodológicamente estos sirven para determinar si esos datos son válidos para apuntalar tal o cual afirmación.
Cualquiera puede entender que no es lo mismo robar comida en un supermercado porque no tienes dinero, que entrar en un domicilio, armado hasta los dientes, con el fin de obtener un botín en joyas y dinero. O que padecer una cleptomanía y robar en un impulso cosas absurdas e innecesarias. Y si se afirmara que “el 68 % de los condenados por hurto o robo no reinciden tras cumplir condena”, metiendo en el mismo saco todos los tipos, sería evidente que se están comparando hechos absolutamente distintos, desde el motivo hasta la forma de la comisión del crimen, incluso seria evidente hasta para los legos, que en cada uno de ellos estamos hablando de rasgos de personalidad diferentes.
Pues eso estamos haciendo con las tasas de reincidencia de los agresores sexuales, por ejemplo.
Sin hablar de las víctimas directas ni de las consecuencias para ellas, centrándome exclusivamente en las características del delito y de los autores, no puede compararse una agresión sexual en un caso en el que puede que no haya siquiera conciencia de delito, como en las ocasiones en las que se abusa de una chica bajo los efectos del alcohol, cuya capacidad de consentimiento está alterada y en el que el agresor puede que, entre otras cosas, por una inexistente educación sexual emocional, no tenga ni sensación de estar haciendo algo mal, que quien planifica, disfruta con la dominación y el daño y es absolutamente consciente no sólo de la gravedad del delito que está cometiendo sino que además persevera en la ocultación, sin ningún tipo de empatía hacia familias destrozadas, como en el caso de Marta del Castillo, Ruth y José Bretón Ortiz o Diana Quer, entre muchos otros.
Podría hablar de móvil, modus operandi, firma y conciencia forense, pero creo que estas cosas hay que explicarlas con la mayor claridad posible para cualquiera pueda entender lo que quiero decir.
Entre los agresores sexuales seriales, si bien hay muchos rasgos comunes, e incluso perfiles estudiados hasta la saciedad, cada caso además debe ser evaluado y tratado de manera diferente, dado que muchos de ellos, tras el cumplimiento de condena e incluso de haber pasado por intervenciones terapéuticas, los informes psicológicos reflejan que la posibilidad de reincidencia es alta. El problema es que, actualmente, si se ha cumplido condena hay que liberarlos.
Y como se ha visto tras la derogación de la doctrina Parot, en muchas ocasiones esos informes no estaban equivocados. Entre 2013 y 2017 Pedro Luis Gallego “el violador del ascensor” pasó a convertirse en el “violador de la Paz”. Durante dos meses aterrorizó, otra vez, a todo un barrio y destrozó la vida a cuatro personas y a sus familias. También reincidieron Pablo García Ribado “el violador del portal” y Antonio García Carbonell.
Que se sepa. Ya que las agresiones sexuales son uno de los delitos que menos se denuncia y puede que haya más víctimas que no se hayan atrevido a denunciar o cuyo agresor no haya sido identificado.
Cuando se habla de agresores sexuales seriales o asesinos en serie, los datos de estudios específicos como el McGrath en 1991, Prentky, Lee, Knight & Cerce en 1997 o Quinsey en 1995, arrojan una tasa de reincidencia en los violadores seriales en torno al 35%. Javier Urra, psicólogo y autor del libro “Agresor Sexual”, estima la probabilidad de reincidencia en torno al 70% cuando va asociada a determinados rasgos y factores. Uno de los estudios referidos en su libro, el de Hanson y colbs de 1993 cifró la reincidencia de este tipo de agresores en un 43% durante los permisos penitenciarios.
La inmensa mayoría de los agresores seriales, no son enfermos, padecen un trastorno de personalidad, y ésta, ajustándonos a su definición, es fundamentalmente estable y está compuesta de rasgos relativamente permanentes. Por eso los tratamientos, en este tipo de perfiles no sólo son ineficaces si no que hay que estudios que afirman que podrían ser contraproducentes “enseñando a los agresores” a manipular a los responsables de su evaluación.
De hecho, ya existe un planteamiento similar y que nadie cuestiona. Cuando tras un delito se determina la existencia de una enfermedad mental, como en el caso de Noelia de Mingo o Francisco García Escalero, por ejemplo, la libertad está condicionada por la curación, mientras no remita la enfermedad y ésta indique peligro para uno mismo o para los demás, la persona estaría recluida en un centro psiquiátrico. Francisco García Escalero, el “matamendigos” vivió recluido hasta su muerte en el 2014 por su imposibilidad de rehabilitación y su altísima peligrosidad.
En el caso de personas con patologías mentales, de determinarse que pueden salir, se establecen personas responsables, familiares o profesionales en caso de salir a un piso tutelado, controles médicos para ver la evolución del caso, procediéndose a un nuevo ingreso, judicial si la persona se niega, en caso de determinarse la presencia de síntomas que indicaran peligrosidad.
Hoy leía publicado en un periódico que “los expertos afirman que la `prisión permanente revisable no disuade a los criminales”. Efectivamente, en un gran número de casos no lo hace, pero sí es posible que evite nuevas víctimas. Estamos en un estado garantista y precisamente por ello, esa garantía debería ser fundamentalmente enfocada a proteger a los ciudadanos inocentes. La valoración de peligrosidad debería ser independiente de si se ha diagnosticado o no, una enfermedad mental. De hecho, la inmensa mayoría de los enfermos mentales son infinitamente menos peligrosos que los depredadores sexuales.
La prisión permanente no es una cadena perpetua, es minimizar el riesgo de que ocurran hechos como la violación, tortura y asesinato de dos mujeres policía en Bellvitge, durante un permiso penitenciario, a manos de un agresor en serie de la cárcel de Brians. Pedro Jimenez, el autor, formaba parte del grupo que asistía a terapia especializada.
Es obvio que la culpabilidad de unos hechos la tiene quien los comete, pero no así la responsabilidad, al igual que en otro tipo de hechos, si la responsabilidad de un accidente la puede tener la empresa que no haya tomado las medidas de prevención de riesgos adecuadas o un profesional sanitario si ha sido negligente o ha cometido mala praxis, detrás de víctimas como Mari Luz Cortés, Maria Aurora Rodríguez o Silvia Nogaledo hay culpables, pero también debería haber responsables.
En todos los casos que he nombrado el sistema ha fallado a las víctimas. Muchos pudieron prevenirse. No fallemos ahora a las otras víctimas, las familias, cuya fe en la justicia se derrumba y cuya evolución del duelo pasa por creer que quienes asesinaron a sus familiares no volverán a hacer a algo así a nadie más.
Ana Isabel Gutiérrez Salegui Psicologa General Sanitaria. Psicologa Forense Profesora de la Escuela Internacional de Ciencias de la Salud Profesora del Instituto de Probática e Investigación Criminal Nº Col: M-20963